soglia di attenzione

giovedì 7 febbraio 2008

TRM2 (leyendo TRM3)

Mientras estoy enfrascado en la lectura de Veneno y sombra y adiós, la tercera parte de Tu rostro mañana de Javier Marías, rescato del olvido la breve reseña de la segunda, Baile y sueño, que escribió s|b más o menos verbatim para la revista Archipiélago hace algún tiempo.


VERBA MANENT

No siempre si en la primera página de la narración aparece un clavo en la pared, antes o después alguien se va a colgar en él. Menos aún si el narrador pertenece a una novela de Javier Marías, que ha definido a menudo su escritura como errática y contradictoria, por obedecer a un pensamiento literario sin proyecto predeterminado. Si a eso le añadimos la proverbial obsesión, llevada al extremo, por no cerrar sus historias, el resultado es Baile y sueño, segunda magnífica entrega de la – de momento – trilogía Tu rostro mañana. Quizás sea esa obsesión, se nos dice en la novela, “una estela de Las mil y una noches, su heredada idea entre los hombres de que nunca hay que perder la palabra ni que terminar el cuento” (p. 210), so pena de la vida. Y no es sólo que el relato no termine al final de Fiebre y lanza y, ahora, de Baile y sueño, sino que, dentro de las mismas obras, se siguen abriendo sin cerrar larguísimas digresiones que son como espadas del vizcaíno eternamente suspendidas en el aire a la espera de un narrador que las haga bajar.

Si una narración puede salvar, también puede condenar, incluso por escucharla involuntariamente: es uno de los grandes temas de Baile y sueño, nuestra total indefensión ante las palabras. Marías prosigue su anatomía, empezada en Fiebre y lanza, del poder y consecuencias de la palabra y de la escucha, ahora fijándose más en el segundo polo de la comunicación: “No sé qué es peor, si escuchar el relato o presenciar el hecho. Quizá lo segundo resulta más insoportable y espanta más en el instante, pero también es más fácil borrarlo, o enturbiarlo y engañarse luego al respecto, convencerse de que no se vio lo que sí llegó a verse” (p. 299). Frente al poder de la palabra de crear y destruir mundos (y personas), en efecto, “no debería uno contar nunca nada” (incipit de Fiebre y lanza) e incluso no debería uno oír nunca nada (FL, p. 15). La actitud reticente de Jacobo es comprensible, pero impracticable de hecho, porque habitamos el lenguaje y no podemos dejar de convertirnos en continuos emisores y receptores de relatos. Héroe pasivo donde los haya, sin embargo su pasividad puede acercarse a la contemplación (en el sentido antiguo, la theoría griega, la forma más alta de acción) cuando permite la desocultación, el desvelamiento de una realidad opaca. Entre las realidades opacas por definición, con las que el narrador se enfrenta, una es la siempre inestable conducta humana – sus leyes, de difícil previsión. Otra, es el pasado, y su desocultación es un rescate del olvido (a-letheia en sentido literal) a través del relato, por una nueva incorporación en el círculo de transmisión oral de la experiencia entre los hombres. No olvidemos que el siglo pasado se abría con el fracaso de ese círculo. Así lo atestiguaban Rilke, en su Malte, con unas palabras que suenan mucho a Marías: “Eso de contar historias, de contarlas de verdad, tiene que haber sido de épocas que yo no recuerdo. Yo nunca oí a nadie contar nada”, y, pocos años más tarde, Walter Benjamin en sus consideraciones sobre los soldados que volvían enmudecidos de la Primera Guerra Mundial. La violencia desatada del hombre puede enmudecer y, como en el caso de Deza en la escena de la espada, paralizar al testigo. Contar se vuelve al mismo tiempo fármaco y veneno. Ésa es la sensación que nos asalta al leer los relatos que el padre de Jacobo escuchó durante y después de la Guerra Civil – y que el hijo escucha, que nosotros escuchamos... – sobre la muerte despiadada de un niño, o el asesinato de Emilio Marés.

Afortunadamente, en esa larga velada en discoteca durante la que discurre la casi totalidad de la acción, la tragedia posible cede a menudo el lugar a la comedia, a la parodia y a la caricatura – así en la inolvidable escena de los lavabos, o en la segunda, y más probable, supuesta declaración del agregado cultural De La Garza ante el Juicio Final –, aunque siempre de forma ambigua. Nunca se sabe si la amenaza mortal va en serio o es una puesta en escena.

s|b · Archipiélago 68/2005, pp. 139-40.

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